Para los pocos que a estas alturas no me conozcan, soy Mathias Porter, o como mejor me conocen en Kansas "Ocho": Sociópata, alcohólico y cleptómano. Esos son los tres adjetivos que más me han repetido durante todos los años de mi vida, y nos les culpo, en realidad no estaban muy alejados de la verdad. Soy un tipo estancado en unos años que hace tiempo que pasaron, aquellos días en los que el cuero aún se llevaba y las gafas de sol eran únicamente un símbolo de rebeldía.
Hoy fue un buen día, desde luego, abrí mi mapa y seleccione uno de los círculos marcados para encaminarme hacia allí. Era un buen barrio, buenas calles, buenas casas y paisajes encantadores llenos de luz. Todo me gustaba, excepto por una cosa: Su escasez de bares. Estuve aproximadamente una hora, subiendo y bajando las calles de ese dichoso barrio hasta encontrar por fin un maldito bar. Sin pensar más, entré, ya estaba sediento.
Entré. Mire al camarero. Le puse mi mejor cara y levanté mis gafas de sol:
-Buenas tardes -Dijo Mathias con un tono ascendente cargado de efusividad - ¿Cual es su bebida más barata?
-Bienvenido, uh, bueno... -El camarero estaba con la cabeza en otro sitio, no había tenido un buen día y no se esperaba esa pregunta- te puedo poner la cerveza de la casa, es barata, abundante y de la mejor calidad.
-Me parece bien -Mathias sabía bien que eso solo era una mentira, posiblemente solo se tratara de cerveza destilada por el mismo barman en la bañera de su casa, pero total, no le llegaba dinero para más. Además, por su cara, sabía que ese camarero agradecía tener clientes que vinieran antes de la hora del almuerzo a beber, sabía que ellos eran los que remontaban su negocio-.
Cogí la pinta de cerveza, me acerqué a la parte trasera, donde estaban las recreativas donde encontré una máquina de arcade, un pequeño juego de dardos en una de las esquinas de la izquierda y un bonito billar de tapete rojo colocado en medio de la sala. Aquel lugar, desde fuera no destacaba mucho, pero desde dentro estaba lleno de neones formando palabras bastante irrelevantes, las paredes estaban pintadas de un azul oscuro metalizado con lo que le daba un aspecto espacial a aquel lugar.
Me fui directamente a la mesa de billar, inserté una moneda y empecé a golpear bolas, de una forma poco profesional, pero efectiva. Sujetaba el palo del billar de una manera bastante poco ortodoxa y mis movimientos dejaban mucho que desear. Aunque eso no importa lo más mínimo cuando ves a alguien jugando solo, por turnos, como si fuese dos jugadores al mismo tiempo. Ya estaba acostumbrado a las miradas de los extraños, pues esto de jugar solo era algo que hacía frecuentemente, era parte de su ritual. Era necesario.
Una vez lanzadas todas las bolas rayadas y lisas, dejé solamente la bola ocho sobre la mesa. Brillaba ligeramente, sabía que había algo especial en ella, no era como las bolas ocho que había visto años atrás. Esta era negra, pero cristalina, transparente, pero sólida y negra. Era algo parecido a una bola de café. Me cautivó. Me agradó. Y como estaba acostumbrado, la cogí y me la metí en el bolsillo de la chaqueta. Y salí a paso ligero de aquel lugar.
Y aquí es donde empecé la historia, con mi plan realizado, con mi macabra obra maestra a punto de ser terminada. Hoy es cuando iba a acabar mi colección. Por fin me di cuenta que esta era una de las principales razones por las que había nacido, sabía que esta era el motivo de mi vida. Todos estos años tan solo han sido un entrenamiento para llegar a este momento. Llegué a mi sucio bloque de apartamentos, subí las escaleras, metí rigurosamente la llave y accedí al rellano, donde lancé despreocupadamente los zapatos contra la pared y salí corriendo a mi cuarto. Ahí estaba mi estantería esperándome. Había cometido un crimen más, pues al dejar sin esa bola, dejaba inservible y sin fin a cualquier mesa de billar, pero arrepentido es la última palabra que podrías haber encontrado en mi vocabulario.
Miré su cuarto por última vez, era un lugar lleno de posters de todas aquellas películas que me habían dejado huella. Mi cama, deshecha y llena de ropa sucia, una estantería donde vagamente podía encontrar montones de ropa y hasta tres chaquetas de cuero y un escritorio, donde colocaba mis mejores gafas de sol. Tenía un estilo de ropa digno de un personaje de dibujos animados, yo lo sabía, ese era mi estilo. Pero centré mi atención nuevamente en la estantería. Estaba llena de figuras de acción de series disparatadas y de libros que había cogido de la casa de mis padres. Pero lo más llamativo era mi colección de bolas ocho, tenía ya recolectadas noventa y nueve bolas y sabía que algo ocurriría si colocaba una bola más. Completaría así mi colección de bolas ocho.
Metí mi mano en la chaqueta. Alcé mi mano. Me encaré en la estantería. Bajé la mano y coloqué la bola en su correspondiente hueco, coronando al resto de bolas ocho de toda la colección. Y una vez colocada empezó a temblar la habitación inmediatamente. Una sacudida que no me esperé para nada. Pero si algo no me podía esperar era que todas esas bolas negras empezasen a vibrar y a unirse entre ellas como si hubieran estado imantadas desde un primer momento. Una vez todas se concentraron en un mismo punto, crearon una masa negra, un pequeño agujero negro ¿O aquello era un agujero de gusano? Sea como fuere, yo sabía que había jugado a ser Dios en aquel momento y que estaba a punto de recibir una lección. Una fuerza inmensa empezó a atraerme hasta la gran bola negra que se había formado a partir de las cien bolas de billar.
Una vez mi pecho tocó aquella esfera sentí unas tremendas nauseas y mareos, todo se volvió negro, con rayas coloridas y muchísimos ochos girando a mi alrededor. Sí, yo lo sabía, mis corazonadas no iban mal encaminadas, todos aquellos sueños de mi infancia donde aparecía reuniendo bolas de billar eran solo un mensaje en clave, juntar cien bolas ocho abriría una puerta interdimensional. Y ahí me allaba entre dos mundos, entre dos puertas, volando en la nada. Pero sintiendo unas ganas de vomitar como jamás había tenido, ni en sus peores resacas se había sentido así. De tal modo que cuando volvió a ver luz empezó a vomitar salvajemente todo lo que pudo, echando de una forma bastante violenta el contenido de aquella pinta de cerveza con cierto toque a bañera.
Me encontraba en una sala impresionante llena de todo tipo de máquinas de azar: Tragaperras, ruletas, dianas, billares y una bonita colección de mesas para jugar a los más disparatos juegos de azar. Acompañado de lo que parecía ser un androide crupier, aunque parecía que estaba apagado. Me levanté y salí por la primera puerta que encontré, me conducía al exterior, vi la luz y oí un zumbido constante (Que me recordaba mucho al resonar de un mosquito en la oreja en una noche de verano). Salí y vi una bonita baranda. Empecé a vislumbrar donde estaba, todo aquello parecía ser un barco, vi la bonita cubierta de madera y hasta tenía sus correspondientes mástiles. Me levanté y me acerqué para poder ver el océano. Qué sorpresa cuando vi que me hallaba a quinientos metros del mar.
Empecé a oír los gritos de alguien, allí había algún tipo, pero no sabía donde demonios estaba. Así que empecé a seguir sus voceríos a ver hasta donde me llevaban.
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